domingo, 18 de febrero de 2024

Exposición Chagall Un grito de libertad. Fundación Mapfre. Madrid.

 

Chagall. Un grito de libertad

02.FEB.2024           05.MAY.2024







Marc Chagall (1887-1985), cuya vida atravesó dos guerras mundiales y un exilio, dejó una obra profundamente anclada en la historia del siglo XX. Encarnación del desarraigo y de la migración, como tantas figuras de su obra, el artista transitó por el mundo al albur de las convulsiones de su siglo, desde su infancia en la Rusia blanca hasta Francia, de Alemania a Palestina y de Estados Unidos a México, hasta instalarse finalmente junto al Mediterráneo.

Esta exposición, fruto de la colaboración entre La Piscine – Musée d’Art et d’Industrie André Diligent (Roubaix), Fundación MAPFRE y el Musée national Marc Chagall de Niza, plantea un amplio recorrido por su obra a la luz de los acontecimientos históricos que Chagall tuvo que enfrentar y las tomas de postura que adoptó ante ellos, en una propuesta que representa la primera lectura completa de su obra desde esta perspectiva: la de su idealismo sin condiciones, su inamovible creencia en la paz universal y el firme compromiso sociopolítico que de ella se deriva.

La obra del gran artista ruso se nos presenta así en una lectura nueva, una sorprendente revelación de la forma en que su pintura, que nos resulta tan reconocible como fascinante, encierra también un conmovedor testimonio de nuestro tiempo.

Comisarias: Meret Meyer y Ambre Gauthier.




Al hilo de una vida que pasó por dos guerras y un exilio, Marc Chagall (1887-1985) alumbró una obra poderosamente anclada en la historia del siglo XX. Figura del desplazamiento y de la migración, como las que aparecen en sus cuadros, el artista transitó por el mundo a merced de las zozobras de su siglo, desde la Rusia de su infancia hasta tierras francesas, pasando por Alemania, Palestina y Polonia, y desde Estados Unidos hasta México, antes de establecerse a orillas del Mediterráneo. Su arte, impregnado de un hondo humanismo y alimentado por sus raíces judías y las experiencias que vivió, se erige en mensajero de un compromiso infatigable con el hombre y sus derechos, con la igualdad y la tolerancia entre los seres. Impulsado por un gran grito de libertad, Chagall abre los ojos a las guerras de su momento histórico, como también a las luchas que libró dentro del arte, siguiendo los conflictos y los grandes acontecimientos del siglo XX. Trascendidos por la fuerza poética y por el imaginario, sus obras y escritos son poderosos testimonios de sus convicciones políticas y su compromiso humanista, expresados a través de un simbolismo singular en el que a veces encontramos un agudo sentido de la burla y del humor enraizado en su cultura judía. 

Chagall Un grito de libertad muestra a un pintor testigo de su tiempo e incide en las cuestiones que más preocuparon al artista desde un novedoso punto de vista. El trabajo de archivo y la profunda labor de investigación que se han realizado para este proyecto buscan abrir caminos a una nueva lectura de la obra de Chagall y poner de manifiesto su fe inamovible en la armonía y la paz universal, mediante el establecimiento de miradas y diálogos cruzados con la historia que se estaba escribiendo. Ambre Gauthier y Meret Meyer Comisarias de la exposición Dentro de la obra de Marc Chagall, el género del autorretrato ocupa un lugar relevante. El primero del que se tiene constancia, fechado en 1907, sienta las bases de una práctica que cambió poco con el tiempo. Chagall elaboró sus autorretratos a partir de un profundo conocimiento de los de Rembrandt, y pudo así construir su identidad mediante un juego de variantes simbólicas y metafóricas que eluden la huella del tiempo, revelando un proceso de introspección que al mismo tiempo se conjuga con un distanciamiento respecto a su propia persona. Desde el principio hasta el final de su carrera, el artista se representó con rostro juvenil. La identidad con la que se muestra, siempre plural, se construye a través de la elaboración de personajes arquetípicos en un proceso donde las máscaras adoptadas por el artista responden a un doble perfil: el pintor con su paleta y el pintor trabajando frente al caballete. Los autorretratos revelan la afición de Chagall a los disfraces y las máscaras, heredada de su conocimiento del mundo circense. Se representa así como gallo, asno, macho cabrío o traviesa cabra, tal y como puede verse en Buenos días, París o La carretera de Cranberry Lake, y en ocasiones incluso como monumental ramo de flores o árbol de Jesé. Estos autorretratos, íntimamente ligados a las experiencias de la migración y el desarraigo, son los vectores de un mundo interior estable que permite al pintor, al mismo tiempo, un anclaje y una protección ante los acontecimientos externos que sacuden su vida y su obra. Concebidos como temas autónomos o incorporados a composiciones de iconografía más ambiciosa, deslizados como guiños en los recovecos de los lienzos, le recuerdan constantemente al espectador que el artista no duerme, que está atento a lo que le rodea y participa con todo su ser en los acontecimientos históricos y políticos de su época. 

Identidades plurales: el artista migratorio

En mayo de 1911, gracias a una beca proporcionada por uno de sus protectores en San Petersburgo, Chagall se traslada a París. Al año siguiente entabla amistad, entre otros, con los poetas Blaise Cendrars, Max Jacob, André Salmon y Guillaume Apollinaire, que llegaría a calificar su pintura como «sobrenatural». En la capital también se relaciona con otros artistas como Léger, Modigliani, Archipenko o Soutine. El estallido de la Primera Guerra Mundial le sorprende en Rusia, adonde había vuelto en 1914 tras inaugurar una importante exposición en Berlín. Si bien pensaba permanecer poco tiempo en el país, la guerra le obliga a quedarse hasta el final del conflicto. Entre las obras que realiza durante este período destaca la serie de dibujos a tinta china que, con carácter documental y cinematográfico, plasman la dramática realidad de la guerra: la marcha de combatientes y a los soldados heridos. En pinturas como El vendedor de periódicos o La gaceta de Smolensk, el artista profundiza en la representación de las vivencias cotidianas de los habitantes de su ciudad natal durante la contienda, alejándose del tono más lírico de sus características composiciones. De este período, el propio Chagall recordará en sus memorias: «Detrás de mí, los campos de Vítebsk están abandonados. […] Cada estaca del cercado es como el diente de un negro destino». Rusia. Primera Guerra Mundial Primero en París y más tarde en su ciudad natal, Vítebsk, y a caballo entre diferentes exilios, Chagall llevará siempre a Rusia en su corazón y su alma. El artista construirá un universo pictórico profundamente impregnado por las vivencias de su juventud, lo cual explica las múltiples apariciones en sus cuadros de imágenes de su ciudad y su shtetl (comunidad judía), con los campanarios y las cúpulas de las iglesias, las colinas e isbas nevadas y las orillas del río, el Dviná, como se muestra en La casa gris. Estas iconografías recurrentes, que abordó desde sus primeros años de formación en San Petersburgo, fueron evolucionando e incorporando figuras familiares y personajes de la vida popular y campesina que formarán su universo de referencia. 

En 1917, Chagall es testigo de la revolución bolchevique, que en un principio acoge con enorme entusiasmo y que le confiere el estatus de ciudadano ruso de pleno derecho después de años de discriminación por su origen judío. En agosto de 1918 es nombrado por Anatoli Lunacharski comisario de bellas artes de la región de Vítebsk. Tras realizar los decorados para la celebración del primer aniversario de la Revolución de Octubre, se vuelca en la fundación de una escuela popular de arte —para los hijos de las familias más pobres— y un museo, entidades de las que será director. El enfoque es el de la enseñanza libre y el estudio de todas las corrientes artísticas del momento, y en este desempeño el arte hebreo descubrirá su modernidad. 

En mayo de 1920, tras acaloradas discusiones, Kazimir Malévich sustituye en la dirección de la escuela a Chagall, que se marcha a las afueras de Moscú; allí traslada su labor docente a la colonia de huérfanos de los pogromos de Malájovka, en la que desempeñará su compromiso educativo y pedagógico a lo largo del año 1921. Rusia, ese país que es el mío La modernidad yidis. El Teatro Nacional Judío de Cámara de Moscú

 En noviembre de 1920, en plena efervescencia de la renovación cultural yidis, Marc Chagall fue invitado a colaborar con el Teatro Nacional Judío de Cámara de Moscú (GOSEKT) por su director, Alexis Granowsky. Recién trasladada a Moscú desde su sede anterior en Petrogrado, esta institución era el vehículo de un enfoque escénico revolucionario, en el que todas las obras se interpretaban íntegramente en yidis, lengua de los judíos originarios de la Europa central y oriental. Para las paredes del teatro, Chagall realizó siete paneles sobre el tema de la proyección universal de las artes y la modernidad yidis: la Introducción, largo friso de más de siete metros, cuatro alegorías de las artes (La danza, El teatro, La música y La literatura), El amor en escena y El banquete de bodas. Estos paneles que decoraban el interior del teatro, conservados actualmente en la Galería Tretiakov de Moscú y de los que presentamos varios estudios preparatorios, formaban una obra integral que llegó a conocerse como «la cajita de Chagall». La interacción entre los decorados, los actores y el vestuario constituía un espectáculo de arte total. El artista pintó también un telón, que no se conserva, y su colaboración con el teatro se completa con la creación de bocetos para los decorados y el vestuario de las obras Mazeltov, Los agentes y La mentira, de Sholem Aleijem, interpretadas por Solomón Mijoels como actor principal. En 1906, el escritor y dramaturgo judío Isaac Leib Peretz, en un texto profético titulado «Esperanza y temor», expresó el dolor y la violencia de la que sería objeto su comunidad en el futuro. Peretz, considerado uno de los autores clásicos en lengua yidis, se convertiría con el tiempo en mentor de la renovación de esta lengua y su cultura. Tras la Revolución de octubre de 1917, este renacimiento cobró empuje; el yidis llevaba en sí el ardor de toda una generación de artistas judíos, así como sus esperanzas de asistir al nacimiento de un nuevo mundo. En 1918 nacía en Kiev, en plena ebullición de la independencia ucraniana, la Kultur Lige, asociación que desempeñó un papel de primer orden en la difusión de la cultura yidis y alentó la ilustración de libros por parte de artistas de vanguardia, desde el interés por modernizar la cultura judía, siempre en una dicotomía entre tradición y modernidad.

 A su llegada a Moscú en 1920, Chagall entrará en contacto con muchos otros artistas de esta asociación que, llegados de Kiev, escapaban de la represión bolchevique. Será para el pintor un momento de reencuentro con sus orígenes y con la lengua de su infancia. Tanto Chagall como El Lissitzky fueron miembros de la sección de arte de la Lige; ambos entendían el libro ilustrado como un instrumento óptimo para expresar una identidad dividida. Durante estos años, Chagall colaboró en un gran número de publicaciones en yidis, como el libro de poemas Troyer [Luto], del escritor Dovid Hofstein, o las revistas literarias Shtrom Heftn [La Corriente] y Khaliastra [La Banda]. La modernidad yidis. Letras, palabras e imágenes

 En 1922 Chagall abandona Rusia de manera definitiva y, junto con su esposa Bella y su hija Ida, se instala en Berlín. Allí el artista trabaja en su autobiografía, Mi vida, y aprende el arte del grabado. Tras su exposición en la galería Van Diemen, y a pesar de haber adquirido gran notoriedad, en 1923 se traslada con su familia a París, donde retoman el contacto con amigos artistas e intelectuales. Uno de ellos, el marchante de arte Ambroise Vollard, le encarga a Chagall la ilustración de algunos libros, entre los que se cuentan Almas muertas, de Gógol, y las Fábulas de La Fontaine, una de las obras clásicas de la literatura francesa. Este encargo será el origen de una importante oleada de críticas basadas en el origen ruso de Chagall y que suponen un síntoma más del ascenso del antisemitismo en casi toda Europa. 

El 21 de septiembre de 1925, en una carta dirigida al crítico de arte Leo Koenig, el artista escribe: «el tiempo no es profético, reina el mal». Durante estos años, antes y después de su viaje a Palestina en 1931, Chagall realiza una serie de retratos de rabinos y personajes portando la Torá que traslucen la incertidumbre ante el destino de un pueblo amenazado. En sus memorias, el pintor se refiere así a este tipo de obras: «Los profetas atormentados de Vítebsk hicieron su aparición en mis cuadros: entre hambrientos y andrajosos, lanzaban al mundo una mirada carente de esperanza. Su mirada es igual a la mía. Sus colores se deslizan sobre ellos como el sudor, escurriéndose sabe Dios adónde. En espera de que amaneciese, de que se acabaran el estrépito, la propaganda, los campos de concentración, los hornos, las cárceles físicas y morales, yo pintaba profetas torturados». No son tiempos proféticos 

En 1933, tan solo unos meses después de que Hitler hubiera ascendido al poder, el partido nacionalsocialista quemó, en una ceremonia pública en Mannheim, la pintura de Chagall El rabino. La amenaza al pueblo judío que el artista llevaba años anunciando se volvía definitivamente real. Este sentimiento se hacía patente en otras obras de estos mismos años. En Soledad, el pintor parece concretar esa idea difusa de persecución, con el rabino que protege la Torá —símbolo del salvador de la cultura hebraica frente a una catástrofe inminente—, al tiempo que expresa la conciencia del aislamiento en el que se encontrará a partir de entonces la comunidad judía de Europa. Lo mismo ocurre con El buey desollado, antecedente de las crucifixiones que simbolizan el martirio del pueblo judío, o en El desnudo sobre Vítebsk, en el que la ciudad de su infancia es sobrevolada por la figura de Bella, su mujer, vuelta de espaldas.

 A su llegada al poder, el partido nacionalsocialista de Alemania puso en marcha una política cultural basada en la «purificación» del país. Una de las manifestaciones de esta persecución que se hicieron más populares fue la exposición Entartete Kunst [Arte degenerado], inaugurada, en su primera edición en Múnich, el 19 de julio de 1937. Se presentaban setecientas treinta piezas de un centenar de artistas, muchos de ellos judíos, entre los que no faltaba Chagall, con la intención de mostrar de forma pedagógica la «putrefacción» del arte moderno y la de sus autores, culpables de un atentado contra la germanidad y la cultura del pueblo alemán.

 Si bien en un primer momento, y a pesar de la situación, el artista se resistió a abandonar Francia, las noticias llegadas desde Alemania y la posterior retirada de derechos a la población judía por parte del gobierno colaboracionista de Vichy lo llevaron a replantearse su decisión. Así, en 1941, gracias a la intervención del periodista Varian Fry y del Emergency Rescue Committee, Chagall zarpó de Marsella rumbo a Lisboa para sumarse después al grupo de artistas exiliados en Nueva York. En el transcurso de este largo viaje, el artista se refirió al destino de quienes se habían quedado en el continente: «Agua hasta donde alcanza la vista, olas y los leves resplandores del horizonte marino. […] Desde el puente me parece ver en la distancia a los rabinos y sus familias transportados a los campos. En el aire, sin embargo, no se oyen los suspiros de quienes son arrastrados a los hornos». La pintura como acto militante 

El 21 de junio de 1941, Marc y Bella Chagall se instalaron en el número 4 de la East 74th Street de Nueva York; daba comienzo un largo período de exilio. En la ciudad, Chagall se relacionó, entre otros, con Pierre Matisse, que en marzo de 1942 inauguró en su galería la emblemática muestra Artists in Exile, que reunía a catorce artistas refugiados en Nueva York, entre ellos el propio Chagall. Los lazos artísticos y personales que estableció con su nuevo marchante duraron el resto de su vida, dando origen a múltiples exposiciones. Durante este período, la conciencia política de Chagall frente a las atrocidades cometidas contra el pueblo judío se manifiesta de modo más intenso si cabe, tanto por medio de su participación en diferentes asociaciones como a través de la representación de los horrores de la contienda en obras como La guerra. Las pinturas de este momento evocan también la brutalidad de los pogromos, especialmente los perpetrados en Polonia —país que el artista visitó en 1935—, así como las deportaciones y el exilio al que se vio sometida la comunidad judía. Uno de los motivos que más reiteró Chagall en sus obras de estos años, casi como si de una obsesión se tratara, fue el de la crucifixión. Cristos crucificados sin otra indumentaria que el talit (paño blanco de oración) alrededor de las caderas, representados como el símbolo del sufrimiento del pueblo judío, en respuesta de la llamada «noche de los cristales rotos», ocurrida en 1938. En estas imágenes, trágicas y violentas, se condensa todo el miedo del artista exiliado, que asistirá desde el otro lado del Atlántico a la devastación de Europa. Obra clave de este momento es el tríptico Resistencia, Resurrección y Liberación —que Chagall realiza a partir de una obra anterior titulada Revolución—, en el que se fusiona el simbolismo político y el religioso. A los artistas mártires: escenas de la guerra y crucifixiones.

 A su vuelta en 1948 a Europa desde Estados Unidos, Chagall se instaló en Francia, primero en Orgeval, en las proximidades de París, y luego a orillas del Mediterráneo. Entonces se embarcó, al igual que otros reconocidos autores como Henri Matisse o Fernand Léger, en una serie de proyectos monumentales en torno al tema de la paz destinados a edificios religiosos y salas de espectáculos. Tras haber apoyado en 1948 la creación del Estado de Israel —nacido el 14 de mayo de ese mismo año—, Chagall elaboró un conjunto de vidrieras para la nueva sinagoga del hospital Hadassah de Jerusalén (1962), así como tapices y mosaicos que plasman la historia del pueblo judío desde los tiempos bíblicos para la Knéset, el Parlamento israelí, en la misma ciudad (1967). Durante este período, el artista se erigió en el mensajero de una paz que había que recuperar y proteger, y que es la esencia de sus proyectos de vidrieras sobre La Paz para la sede de las Naciones Unidas en Nueva York (1963-1964) y la capilla de los Cordeleros de Sarreburgo (1974-1976). Finalmente, el pintor recurrió de nuevo a la Biblia para difundir mensajes de cariz más político, sin dejar de propugnar una espiritualidad y una paz universal. Este retorno se plasmó en los diecisiete cuadros del Mensaje bíblico (1956-1966), que, concebidos inicialmente para las capillas del Calvario en Vence, fueron donados a Francia en 1966 para la creación del actual Musée National Marc Chagall de Niza, primer museo dedicado a un artista vivo. El permanente diálogo entre técnicas (escultura, cerámica, vidriera, tapiz y mosaico) que inició Chagall en los años cincuenta alimentó con fuerza su pintura. Un hecho que pone de manifiesto especialmente, dentro de este proceso de creación múltiple y de carácter lúdico, la técnica del collage, al brindar a la vista los fragmentos geométricos de una visión sintética de las formas, las texturas y los colores. Chagall ya había experimentado con el collage en los años diez y renovó este procedimiento en los sesenta con las maquetas preparatorias de las vidrieras destinadas a la citada sinagoga Hadassah, para finalmente emplearlo en los años setenta en la concepción de sus pinturas monumentales. A la búsqueda de libertad y luz desplegada mediante nuevas técnicas responde la práctica de una pintura en la que los colores y los empastes expresan más que nunca la urgencia de vivir.




























Los mil significados de las flores en el arte. Muestra del Kunsthalle de Múnich. El Correo

 Begoña Gómez Moral

Sábado, 1 de abril 2023, 15:39

Cuando Barack Obama, el 44 expresidente de EE UU, presentó en 2018 su retrato oficial, no el destinado a la colección de la Casa Blanca que se dio a conocer en 2022, sino el que pasa a formar parte de la Galería Nacional de Washington, la sorpresa fue mayúscula al verle sentado con despreocupación en una silla de anticuario, sin suelo bajo los pies y casi engullido por una gran pared vegetal que amenazaba con apoderarse de la escena. No había nada allí del gesto abierto y generoso con la mano extendida de George Washington; de la mirada meditativa lanzada hacia el horizonte de Abraham Lincoln, de la sonrisa de estrella de cine de Ronald Reagan o de la pensativa cabeza inclinada sobre el pecho del retrato póstumo de J.F.K. Tradicionalmente esas pinturas, aparte de entrar en la historia del país, pasan a formar parte de un juego de preferencias entre los sucesivos presidentes: si uno opta por tener cerca a Grover Cleveland, el siguiente puede que lo relegue a una sala de reuniones remota y prefiera ver a diario a John Adams en el despacho Oval. Suelen ser lienzos de composición tradicional y colorido terciario, donde lo más aventurado es a menudo una pequeña sombra más a la izquierda o más a la derecha de la testa presidencial.

'Venus Verticordia', de Dante Gabriel Rosetti (1864).
'Venus Verticordia', de Dante Gabriel Rosetti (1864).

El retrato de Obama hacía saltar esa costumbre en pedazos. Verde musgo, verde Veronés, esmeralda, ftalocianina, cadmio, vejiga, óxido de cromo,… la saturación de los colores era suficiente para iluminar aquel lunes de mediados de febrero en que se presentó en público. No pocos comentaristas encontraron especialmente chocante la cantidad de florecillas que asomaban entre las ramas. Pero allí estaba su autor, Kehinde Wiley, para explicar que no estaban trazadas al azar y que cada una obedecía a un motivo y a una parte de la biografía del presidente: crisantemos, la flor oficial de Chicago, por ser la capital del estado que le dio su escaño; jazmines blancos para simbolizar los años en Hawái y lirios azules africanos por su herencia paterna. Sin olvidar los brotes de rosas rojas como emblema universal de amor y coraje.

La pintura de Wiley juega con elementos florales también en el 'Retrato de noble florentino III', que forma parte de una exposición en el Kunsthalle de Múnich dedicada a recorrer algunas de las grandes atribuciones y paradojas de las flores. La tarea es ímproba y demuestra una vez más que las flores implican mucho más que su bello aspecto. En la naturaleza desempeñan un papel imprescindible en la reproducción de las plantas y nutren a los insectos. El ser humano interfiere continuamente en estos procesos a pesar de que el uso de pesticidas y antibióticos no solo perjudica a las plantas y a los polinizadores, sino que también supone un riesgo para la salud del resto de habitantes del planeta. Incluso muchas especies de flores se han modificado para potenciar su estética y ahora son bellas solo al ojo humano, aunque hayan perdido el atractivo para su verdadero público, los pájaros e insectos polinizadores.

En Holanda, en el s. XVII, un cuadro de un ramo de tulipanes costaba menos que la propia planta

De esa acuciante realidad, el recorrido viaja al origen de las flores, que se remonta a unos 140 millones de años. Su desarrollo contribuyó de manera fundamental a la formación de la biodiversidad de nuestros ecosistemas. Las expediciones de investigación, tanto como el comercio internacional, sobre todo en un contexto colonial, promovieron la transferencia de flores a través de los continentes. Como resultado, muchas plantas crecen hoy lejos de sus hábitats originales El geranio, por ejemplo, parte integral de la primavera europea, es originario de la parte sur de África.

Las fábulas de la antigua Grecia y Roma suelen contener relaciones entre dioses, humanos y flores. Estos mitos se han transmitido durante siglos y han permanecido vivos sin dejar de transformarse desde entonces. Teniendo en cuenta que los relatos de la mitología grecolatina sobrepasan los 2.000 años de antigüedad, no es de extrañar que se hayan superpuesto las capas de sentido. Flora, la diosa romana de las flores y la fertilidad, se convirtió con el tiempo en la figura alegórica de un liderazgo capaz de generar prosperidad. Es solo un ejemplo entre muchos: el narciso, el jacinto o la peonía tienen su leyenda. En otros casos, como el del origen de la Vía Láctea a partir de la leche materna de Hera y de los lirios nacidos de las gotas dispersas que cayeron sobre la Tierra, la belleza de la narración legendaria brilla a través de siglos de reinterpretaciones. Y otras veces se construye una leyenda que no puede ser sino una adaptación: el girasol no llegó a Europa hasta el siglo XVI, sin embargo la fábula de la ninfa del agua llamada Clytia –que, enamorada de Apolo, el sol, se convirtió en flor para seguirlo– debió adaptarse en algún momento de esa larga historia.

'Las rosas de Heliogábalo' de Lawrence Alma Tadema ( 1888), 'Cardo' de Barbara Regina Dietzsch (1750), y 'Jarrón con flores' de Abraham Mignon (1665).
'Las rosas de Heliogábalo' de Lawrence Alma Tadema ( 1888), 'Cardo' de Barbara Regina Dietzsch (1750), y 'Jarrón con flores' de Abraham Mignon (1665).

Incluso antes de la avalancha de mitos grecolatinos, la flor de loto del antiguo Egipto ya llegó a acumular significados; el más destacado implicaba creación y renacimiento, ya que era un símbolo del sol que al anochecer se cierra y se sumerge en el agua y al amanecer asciende y se vuelve a abrir. A través del espacio y el tiempo, el loto significaba también crecimiento y resiliencia en las culturas orientales, donde se valoraba su capacidad para permanecer intacto y puro en su interior a pesar de crecer en aguas a veces cenagosas. En cuanto a la simbología del jardín, la mención de un recinto cerrado y cuajado de flores se remonta al año 4000 adC., durante el periodo sumerio de Mesopotamia, donde las comunidades del desierto valoraban el agua y la exuberante vegetación. No en vano la palabra 'paraíso' procede del persa antiguo 'pairidaeza' (cercado). También en el Corán hay más de 120 referencias a jardines, que se expresan en fabulosas alfombras, decoraciones murales y manuscritos iluminados del siglo XIII, donde destaca el árbol de la vida como símbolo común de entendimiento y verdad, rodeado de intrincados arabescos vegetales para simbolizar la naturaleza eterna y trascendente de Dios.

No pocos mitos florales se transfirieron a la religión sin apenas alteraciones. El lirio blanco nacido de la leche materna de Hera, por ejemplo, pasó a simbolizar la pureza de María, la madre de Jesús. El simbolismo floral alcanzó un punto álgido –que se prolongaría varios siglos– con los 'memento mori' de las escuelas europeas, que llenaban a rebosar los lienzos de brotes con la excusa de recordar la futilidad de la belleza y la vida. Holanda se convirtió en el escenario de uno de los fenómenos más extraños en la historia de las flores: la fiebre por los tulipanes. En su apogeo, a mediados de la década de 1630, un solo bulbo podía venderse por el equivalente al salario de quince años de un artesano de Ámsterdam.

Quien no podía pagarlos encargaba a los artistas que se los pintara. Un ramo de tulipanes pintados por alguno de los mejores maestros de la época no solía superar los 5.000 florines, mientras que en una subasta en febrero de 1637, un solo bulbo del tulipán 'Semper Augustus' cambió de manos por 5.500 florines. No es de extrañar que la pasión desmesurada por estas flores acabase dando lugar a una burbuja económica y a la consiguiente crisis financiera.

Ciencia y arte

Brueghel el Joven da cuenta del fenómeno en una fantástica alegoría que conecta con la fotografía contemporánea de Andreas Gursky de los interminables campos de tulipanes de Keukenhof, no muy lejos de su residencia en Dusseldorf, vistos desde el aire. De lejos son franjas de colores tan delicados que siguen su propia armonía. De cerca, también son flores que no lo parecen, ordenadas como a escuadra y a la espera de entrar en el torrente sanguíneo de la economía.

Jarrón potpourri. Porcelana Meissen, hacia 1850.
Jarrón potpourri. Porcelana Meissen, hacia 1850.

Las flores tienen la capacidad de limar las asperezas entre arte y ciencia. Ambos campos siempre se han mirado con respeto e influido mutuamente cuando se trata de representarlas. Las interpretaciones artísticas han inspirado a los botánicos en sus ilustraciones y los estudios y documentales de flores, a su vez, han hecho accesibles para generaciones de artistas sus diversas manifestaciones. A medio camino surgen los prestigiosos nombres de Girolamo Pini, Karl Blossfeldt, Barbara Regina Dietzsch o la pionera Marianne North, que construyó a partir del arte botánico el rico legado de una vida que, aunque de forma explícita la compadeciesen, a muchos de sus coetáneos debió parecerles envidiable.

La expresión alemana 'decir algo con una flor' significa hablar de manera indirecta. El origen se remonta quizá a la costumbre de usar flores como mensajes. Modestia, celos, lealtad, codicia, alegría, tristeza o deseo... no parece haber límites para el significado simbólico de las flores, que, sin embargo, difiere según las épocas y los lugares. El clavel verde del esteticismo y del amor homoerótico decimonónico encuentra la réplica en las representaciones de flores de alto voltaje de Mapplethorpe.

La muestra también se hace eco de las flores como símbolos políticos. Emblemas de partido, expresiones de la pompa del poder o de la protesta contra el mismo, el arte se ha valido de las flores para llamar la atención sobre reivindicaciones sociales. Los claveles de la revolución portuguesa de 1974 son los mismos que simbolizan la sangre del martirio en docenas de representaciones de santos. Solo cambia la época y el contexto. Las flores hablan claro para quien sabe entenderlas y les queda mucho por decir.


lunes, 27 de septiembre de 2021

Estudio de la restauración de la Mona Lisa del Prado. Museo del Prado

Mona Lisa del Prado. El Diario.es

 

Los enigmas de la Mona Lisa que el Prado no ha resuelto

Restauración de 'La Gioconda' del taller de Leonardo, en el Museo del Prado

Si te cruzaras con la Gioconda por la calle nunca sería la del Louvre, porque no existe. La del Prado, en cambio, es real. Así explicaba Enrique Quintana, el responsable de los talleres de restauración del museo, la diferencia entre el retrato más popular de la historia de la pintura y su versión. Según esta interpretación Leonardo da Vinci realizó un experimento interminable que acabó convirtiendo a la retratada, Lisa Gherardini, en otro ser, mientras que uno de sus colaboradores del taller atendió el encargo de Francesco del Giocondo y retrató a su esposa. Ella es la que descansa en el Prado, rodeada de curiosos que no pueden fotografiarla y de un misterio que, una década después de su redescubrimiento, el museo español no ha resuelto: ¿quién pintó el cuadro?

La cuestión no se va a desvelar en la humilde muestra que el Prado inaugura este lunes, comisariada por Ana González Mozo, centrada en los procesos creativos del taller de Leonardo. Se expondrán obras del fondo de armario del propio museo y algún préstamo, con una doble intención: "Por un lado, profundizar en los nuevos enfoques e investigaciones de los últimos estudios científicos llevados a cabo y, por otro, determinar las diversas tipologías de las versiones realizadas en el taller de Leonardo", según explica el Prado. Diez años después la versión calcada —que no copia— seguirá siendo un misterio, pero atenderá a dos urgencias económicas que condicionan la programación del museo: montaje muy barato y con un fuerte reclamo de público, el de Leonardo da Vinci.




Miguel Falomir, director del Museo del Prado, ya ha avanzado que no lanzarán una hipótesis sobre la firma de la versión de La Gioconda. Así que el cuadro seguirá jugando en la disparatada liga de las atribuciones, donde el ojo es el pichichi de los argumentos. Se ha llegado a decir de esta pintura que pudo ser realizada por el alemán Hans Holbein, aunque cuando el cuadro se presentó al público, en 2012, ya sin el fondo negro que había cubierto el paisaje durante al menos dos siglos y medio, se apuntaron los nombres de Francesco Melzi y Andrea Salai. El manchego Fernando Yáñez de la Almedina, el discípulo español de Leonardo, fue descartado de inmediato.

¿Exquisita o insignificante?

Falomir fue de los primeros investigadores en acercarse a la verdad del cuadro años antes del hallazgo. En 1999 publicó que la del Prado "debió realizarse frente" al cuadro del Louvre. Lo que no imaginó entonces es que fue en el mismo taller. Todavía no había pruebas que demostraran que se pintaron simultáneamente, antes de que Leonardo pusiera rumbo a Francia. Los calcos con los que se transportó la imagen de una tabla a otra lo demuestran. Ana González Mozo descubrió un dibujo que corregía lo mismo que corregía Leonardo. Su autor está junto a él mientras este trabaja.

Antes de estas extraordinarias investigaciones de los trabajadores del Prado, para algunos fue un retrato exquisito, y vulgar e insignificante para otros. "Sea quien fuere, se trata de un pintor discreto responsable de las imperfecciones anatómicas del pecho de la modelo. Es, además, un pintor técnica y estéticamente alejado de Leonardo, lo que desaconseja identificarlo con alguno de sus discípulos. Poseedor de una caligrafía minuciosa, desconoce el sfumato leonardesco, como se percibe en el modo de aplicar el color, sin matices y en superficies limitadas por gruesas líneas negras", escribió Miguel Falomir, que nunca ha mostrado entusiasmo ante esta pintura, antes del hallazgo del fondo.





El autor de la copia, tal y como dijo Falomir, no respetó el mandato del maestro Da Vinci, que exigía eliminar los perfiles netos para mantener el vínculo de la figura con su entorno. Abusó de un trazo muy acusado, de tal modo que la figura de la mujer se recorta sobre el paisaje y se despega de él, como un cromo en un álbum. La versión que vemos hoy de La Gioconda del Louvre, sucia y oxidada, se integra perfectamente en el fondo. La del Prado es una versión con tanta definición como el HD de las televisiones actuales. Además atendió al código de la elegancia de la época: depilarse las cejas. No solo las damas, también los caballeros, como dejó escrito Baltasar Castiglione en su Cortesano.

¿'Sfumato', dónde?

De ahí otro enigma sin resolver. Si Leonardo da Vinci quiso acabar con las siluetas subrayadas y escribió sobre ello para que su propio taller no lo llevara a la práctica, ¿por qué permitió esta obra? El sfumato es uno de los recursos de su programa naturalista a ultranza, como lo son la perspectiva aérea y el revolucionario empleo de las luces y las sombras, cualidades en las que el autor de La Gioconda del Prado cuenta con una fortuna menor que el del Louvre. Es muy extraño que esta fórmula del maestro no haya pasado a sus discípulos.

La hermanastra del cuadro más famoso del mundo tenía una capa negra que escondía la verdad y, adherida a ella, otra espesa cortina de suposiciones que desvirtuaban el retrato. Tantos siglos mirándola y tan erróneamente acabaron cuando la miró Vincent Delieuvin. Al conservador de pintura italiana del Museo del Louvre y experto en Leonardo da Vinci le llamó la atención que se trataba de la única copia de La Gioconda de todas las que se conservan que no se parecía a La Gioconda. Pidió al Prado un estudio para incluirla en la exposición temporal Santa Ana, la última obra maestra de Leonardo da Vinci. Fue entonces, movilizados por la petición del Louvre, cuando Ana González Mozo descubrió en ese fondo tan oscuro, gracias a las reflectografías, perfiles que podrían ser montañas.




Era paradójico: si el trabajo del copista debe ser lo más fiel posible al original, ¿por qué es tan distinta en su rostro y tan similar en sus proporciones? Para Delieuvin cuando hay cambios en una copia es sospechoso, puede significar algo. Tuvo una "corazonada". El conservador francés indicó entonces a este periodista que la versión del Prado no muestra el estado final que ejecutó Leonardo en la del Louvre. Es un estadio intermedio de la creación, "como una fotografía de la del Louvre antes de acabarla". "Los dos usan los mismos materiales, pero la de Leonardo es poesía", según Delieuvin, que aventuró la fecha de realización entre 1508 y 1513. Leonardo continuó retocando y perfeccionando la suya en Francia y de forma obsesiva. Concedía a cada detalle una nota esencial en la composición final y de ese largo proceso de creación surge ese mito de perfección que rodea a la del Louvre.

¿Y el luto?

Otra de las cuestiones sin resolver después de que se aparcara la investigación del cuadro es por qué y cuándo se extendió ese telón oscuro entre el paisaje y la protagonista. La fecha aproximada es de 250 años después de su creación. Todo apunta a que el repinte negro fue una reacción de la moda sobre un cuadro apreciado que baila entre dos mundos enfrentados: el renacentista y el neoclásico. El siglo XVIII convierte el retrato de una mujer en el mundo en otra encerrada en una habitación. De la naturalidad a la austeridad. La decisión fue tajante: había que desconectarla del pasado para incluirla en la modernidad.Mona Lisa aparece en el inventario del Alcázar de Madrid en 1666, redactado a la muerte de Felipe IV: "Una mujer de mano de Leonardo Abince 100 ds (doblones)". No se dice nada del fondo y cuando llegó al Museo del Prado ya tenía el luto. El más fiel a las recreaciones sobre la sobriedad y serenidad neoclásica fue Antonio Rafael Mengs, pintor de cámara de Carlos III. Los especialistas del museo no tienen una opinión formada sobre la posibilidad de que Mengs —capacitado para alterar, ordenar y redecorar el Palacio Real— fuera el responsable de esta decisión, pero tampoco la descartan.

En el limitado aprecio de Mengs por Leonardo puede estar la respuesta: "Todos los que vivieron antes de Rafael... no buscaron más que la pintura por imitación, sin saber qué cosa era gusto; y así sus cuadros son en cierto modo un verdadero caos", escribió. Así se cargó la mitad del Renacimiento y al pintor que más influyó en Rafael, Leonardo. No parece raro que quien impuso el cambio de gusto y frenó la maquinaria barroca, quien obligó a los artistas al estudio austero y apurado de las formas, ordenara la creación de una galería de retratos sobrios. El Prado tendrá que lanzar su hipótesis en algún momento. Mientras esperamos, el inventario de 1747 ofrece una pista muy interesante en el cambio de tendencia en la tasación de esta Gioconda: después de un siglo ha dejado de ser de las más caras de la colección real. El velo negro ninguneó su valor y así fue hasta hace diez años aunque el Prado no la considere una obra maestra.